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Resumen del libro Martin Rivas, por Alberto Blest Gana (página 2)



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Agustín hablaba a su madre del café que tomaba en Tortoni después de comer; don Dámaso citaba a Martín, dándolas por suyas, las frases liberales que había aprendido por la mañana en los periódicos, y Leonor hojeaba con distracción un libro de grabados ingleses al lado de una mesa. A las siete pudo Martín libertarse de los discursos republicanos de su anfitrión y retirarse del salón.

5

Martín se sentó al lado de una mesa con el aire de un hombre cansado por una larga marcha. Las emociones de su llegada a Santiago, de la presentación en una familia rica, la impresión que le había causado la elegancia de Agustín Encina, y la belleza sorprendente de Leonor, todo, pasando confusamente en su espíritu, como las incoherentes visiones de un sueño, le habían rendido de cansancio.

Aquella desdeñosa hermosura, que no se dignaba tomar parte en las conversaciones de la familia, le humillaba con su elegancia y su riqueza. ¿Era tan vulgar su inteligencia como la de sus padres y la de su hermano, y ésta la causa de su silencio? Martín se hizo esta pregunta maquinalmente y como para combatir la angustia que oprimía su pecho al considerar la imposibilidad de llamar la atención de una criatura como Leonor. Pensando en ella, entrevió por primera vez el amor, como se divisa a su edad: un paraíso de felicidad indefinida ardiente como la esperanza de la juventud, dorado como los sueños de la poesía, esta inseparable compañera del corazón que ama o desea amar.

Un repentino recuerdo de su familia disipó por un instante sus tristes ideas y sacó a su corazón del círculo de fuego en que principiaba a internarse. Tomó su sombrero y bajó a la calle. El deseo de conocer la población, el movimiento de ésta, le devolvió la tranquilidad. Además, deseaba comprar algunos libros, y preguntó por una librería al primero que encontró al paso. Dirigiéndose por las indicaciones que acababa de recibir, Martín llegó a la Plaza de Armas.

En 1850, la pila de la plaza no estaba rodeada de un hermoso jardín como en el día, ni presentaba al transeúnte que se detenía a mirarla más asiento que su borde de losa, ocupado siempre en la noche por gente del pueblo. Entre éstos se veían corrillos de oficiales de zapatería que ofrecían un par de botines o de botas a todo el que por allí pasaba a esas horas.

Martín, llevado de la curiosidad de ver la pila, se dirigió de la esquina de la calle de Monjitas, en donde se había detenido a contemplar la plaza, por el medio de ella. Al llegar a la pila, y cuando fijaba la vista en las dos figuras de mármol que la coronan, un hombre se acercó a él, diciéndole:

-Un par de botines de charol, patrón.

Estas palabras despertaron en su memoria el recuerdo del lustroso calzado de Agustín y sus recientes ideas que le habían hecho salir de la casa. Penso que con un par de botines de charol haría mejor figura en la elegante familia que le admitía en su seno; era joven y no se arredró con esta consideración ante la escasez de su bolsillo. Detúvose mirando al hombre que le acababa de dirigir la palabra, y éste que ya se retiraba, volvió al instante hacia él.

-A ver los botines dijo Martín.

-Aquí están, patroncito -contestó el hombre, mostrándole el calzado cuyos reflejos acabaron de acallar los escrúpulos del joven.

-Vea -añadió el vendedor, tendiendo un pañuelo al borde de la pila-, siéntese aquí y se los prueba.

Rivas se sentó lleno de confianza y se despojó de su tosco botín, tomando uno de los que el hombre le presentaba. Mas no fue pequeño su asombro cuando, al hacer esfuerzos para meter el pie, se vio rodeado de seis individuos, de los cuales cada uno le ofrecía un par de calzado, hablándole todos a un tiempo. Martín, más confuso que el capitán de la ronda cuando se ve rodeado de los que encuentra en casa de don Bartolo, en "El Barbero de Sevilla", oía las distintas voces y forcejeaba en vano para entrar el botín.

-Vea, patrón, éstos le están mejor -le decía uno.

-Póngase éstos, señor; vea qué trabajo; de lo fino no más -añadía otro, colocándole un par de botines bajo las narices.

-Aquí tiene unos pa toa la vía –le murmuraba un tercero al oído.

Y los demás hacían el elogio de su mercancía en parecidos términos, confundiendo al pobre mozo con tan extraña manera de vender.

El primer par fue desechado por estrecho, el segundo por ancho, y por muy caro el tercero.

Entretanto, el número de zapateros había aumentado considerablemente en derredor del joven que, cansado de la porfiada insistencia de tanto vendedor reunido, se puso su viejo botín y se incorporó diciendo que compara en otra ocasión. En el instante vio tornarse en áspero lenguaje la oficiosidad con que un minuto hacía le acosaban y oyó al primero de los vendedores decirle:

-Si no tiene ganas de comprar, ¿pa qué está embromando?

Y a otro añadir, como por vía de apéndice a lo de éste:

-Pal caso, que tal vez ni tiene plata.

Y luego un tercero replicar:

-¡Y como que tiene traza de futre pobre, hombre!

Martín, recién llegado a la capital, ignoraba la insolencia de sus compatriotas obreros de esta ciudad, y sintió el despecho apoderarse de su paciencia.

-Yo a nadie he insultado dijo, dirigiéndose al grupo-, y no permitiré que me insulten tampoco.

-¿Y por qué lo insultan, porque le dicen pobre? Noshotros somos pobres también -contesto una voz.

Entonhes le iremos ques rico, pue! –dijo otro, acercándose al joven.

-Y si es tan rico, ¿por qué no compró, pues? -añadió el primero que había hablado, acercándosele aún más que el anterior.

Rivas acabó con esto de perder la paciencia, y empujó con tal fuerza al hombre, que éste fue a caer al pie de sus compañeros.

-¿Y dejái que te pegue un futre? –le dijo uno.

-Levántate hom, no seái falso dijo otro.

El zapatero se levantó, en efecto, y arremetió al joven con furia. Una riña de pugilato se trabó entonces entre ambos, con gran alegría de los otros, que aplaudían y animaban, elogiando con imparcialidad los golpes que cada cual asestaba con felicidad a su adversario.

Cáscale fuerte en las narices decía uno.

-Sácale chocolate al futre –agregaba otro.

-Pégale fuerte y feo exclamaba el tercero.

De súbito se oyó una voz que hizo dispersarse el grupo como por encanto, y dejar solos a los combatientes.

-Allí viene el pelto dijeron, corriendo dos o tres.

Y fueron seguidos por los otros, al mismo tiempo que un policial tomó a Martín de un brazo y al zapatero de otro, diciéndoles:

-Los dos van pa entro cortitos.

Rivas volvió del aturdimiento que aquella riña le había causado cuando sintió esta voz y vio el uniforme del que le detenía.

-Yo no he tenido la culpa de este pleito dijo, suélteme usted.

Pa entro, pa entro, ande no más contestó el policial. Y principió a llamar con el pito.

En vano quiso Martín explicarle el origen de lo acaecido, el policial nada oía, y siguió llamando con su pito hasta que se presentó un cabo seguido de otro soldado. Con éstos, su elocuencia fracasó del mismo modo. El cabo oyó impasible la relación que se le hacía, y sólo contestó con la frase sacramental del cuerpo de seguridad urbana:

Páselos pa entro.

Ante tan uniforme modo de discutir, Rivas conoció que era mejor resignarse, y se dejó conducir con su adversario hasta el cuartel de policía.

Al llegar, esperó Martín que el oficial de guardia, ante quien fue presentado, hiciera más racional justicia a su causa, pero éste oyó su relación y dio la orden de hacerle entrar hasta la llegada del mayor.

6

A la misma hora en que Martín Rivas era llevado preso, el salón de don Dámaso Encina resplandecía de luces que alumbraban a la diaria concurrencia de tertulianos.

En un sofá conversaba doña Engracia con una señora, hermana de don Dámaso y madre de una niña que ocupaba otro sofá con Leonor y el elegante Agustín. En un rincón de la pieza vecina rodeaban una mesa de malilla don Dámaso y tres caballeros de aspecto respetable y encanecidos cabellos. Al lado de la mesa se hallaba como observador el joven Mendoza, uno de los adoradores de Leonor.

Doña Engracia conversaba con su cuñada, doña Francisca Encina, sobre las habilidades de Diamela y sus progresos en la lengua de Vaugelas, y de Voltaire, mientras que un hijo de doña Francisca, perteneciente a la categoría de los niños regalones, se divertía en tirar la cola y las orejas de la favorita de su tía.

La niña que conversaba con Leonor formaba con ella un contraste notable por su fisonomía. Al ver su rubio cabello, su blanca tez y sus ojos azules, un extranjero habría creído que no podía pertenecer a la misma raza que la joven algo morena y de negros cabellos que se hallaba a su lado, y mucho menos que entre Leonor y su prima, Matilde Elías, existiese tan estrecho parentesco. La fisonomía de esta niña revelaba, además, cierta languidez melancólica, que contrastaba con la orgullosa altivez de Leonor, y, aunque la elegancia de su vestido no era menos que la del de ésta, la belleza de Matilde se veía apagada a primera vista al lado de la de su prima.

Las dos niñas tenían sus manos afectuosamente entrelazadas cuando entró al salón Clemente Valencia.

-¡Ah!, ya viene este hombre con sus cadenas de reloj y sus brillantes que huelen a capitalista de mal gusto dijo Leonor.

El joven no se atrevió a quedarse al lado de las dos primas por el frío saludo con que la hija de don Dámaso contestó al suyo, y fue a sentarse al lado de las mamás.

-¿Sabes que te corren casamiento con él? -dijo Matilde a su prima.

-¡Jesús! contestó ésta-, ¿porque es rico?

-Y porque creen que tú le amas.

-Ni a él ni a nadie -replicó Leonor, con acento desdeñoso.

-¿A nadie? ¿Y a Mendoza? -preguntó Matilde.

-La verdad, Matilde, ¿tú has estado enamorada alguna vez? -dijo Leonor, mirando fijamente a su prima.

Esta se ruborizó en extremo, y no contestó.

Cuando te ibas a casar, ¿sentías por Adriano ese amor de que hablan las novelas? continuó su prima.

-No contestó ésta.

-¿Y por Rafael San Luis?

Matilde volvió a ruborizarse sin contestar.

-Mira, nunca me había atrevido a hacerte esta pregunta. Tú me dijiste hace tiempo que amabas a Rafael; luego te negaste a toda confidencia, y después te vi preparar tus vestidos de novia para casarte con Adriano. ¿A cuál de los dos amabas? A ver, cuéntame lo que ha sucedido. Ya hace más de un año que murió tu novio y me parece que es bastante tiempo para que estés haciendo papel de viuda sin serlo y el de reservada con tu mejor amiga. ¿Me dices que no amabas a Adriano?

-No.

-Entonces no habías olvidado a Rafael.

-¿Podía olvidarle?, ¿y puedo acaso ahora mismo? contestó Matilde, en cuyos párpados asomaron dos lágrimas que ella trató de reprimir

-¿Y por qué le abandonaste entonces?

-Tú conoces la severidad de mi padre.

-¡Ah!, a mí no me obligaría nadie exclamó Leonor, con orgullo y menos amando a otro.

-Si no hubieres amado nunca, como sostienes, no dirías esto último -replicó Matilde.

-Es verdad; nunca he amado, a lo menos, según la idea que tengo del amor. A veces me ha gustado un joven; pero nunca por mucho tiempo. Ese empeño con que los hombres exigen que se les corresponda me fastidia. Encuentro en ello algo de la superioridad que pretenden tener sobre nosotras. y esta idea hace replegarse mi corazón. Aún no he encontrado al hombre que tenga bastante altivez para despreciar el prestigio del dinero y bastante orgullo para no rendirse ante la belleza.

-Yo jamás me he hecho reflexiones sobre esto -dijo Matilde -: amé a Rafael desde que le vi y le amo todavía.

-¿Y has hablado con él después que la muerte de Adriano te dejó libre?

-No, ni me atrevería a hablarle. No tuve fuerzas para desobedecer a mi padre y así tiene derecho para despreciarme. A veces le he encontrado en la calle; está pálido y buen mozo como siempre. Te aseguro que me he sentido desfallecer a su vista, y él ha pasado sin mirarme, con esa frente altanera que lleva con tanta gracia.

Leonor oía con placer la exaltación con que su prima hablaba de sus amores, y pensaba que debía ser muy dulce para el alma ese culto entusiasta y poético que llena todo el corazón.

-De modo que crees que ya no te ama -dijo.

-Así lo creo contestó Matilde, dando un suspiro.

-¡Pobre Matilde! Mira, yo quisiera amar como tú, aunque fuera sufriendo así.

-¡Ah, tú no has sufrido! No lo desees.

-Yo preferiría mil veces ese tormento a la vida insípida que llevo. A veces he llorado, creyéndome inferior a las demás mujeres. Todas mis amigas tienen amores y yo nunca he pensado dos días seguidos en el mismo hombre.

-Así serás feliz.

-¡Quién sabe! -murmuró Leonor, pensativa.

Un criado anunció que el té estaba pronto, y todos se dirigieron a una pieza contigua a la que ocupaban los jugadores de malilla.

Dijimos que éstos eran tres con el dueño de la casa. Los otros dos eran un amigo de don Dámaso, llamado don Simón Arenal, y el padre de Matilde, don Fidel Elías.

Estos últimos eran el tipo del hombre parásito en política, que vive siempre al arrimo de la autoridad y no profesa más credo político que su conveniencia particular y una ciega adhesión a la gran palabra Orden, realizada en sus más restrictivas consecuencias. La arena política de nuestro país está empedrada con esta clase de personajes, como pretenden algunos que lo está el infierno, con buenas intenciones, sin que intentemos por esto establecer un símil entre nuestra política y el infierno, por más que les encontremos muchos puntos de semejanza. Don Simón Arenal y don Fidel Elías aprobaban sin examen todo golpe de autoridad, y calificaban con desdeñosos títulos de revolucionarios y demagogos a los que, sin estar constituidos en autoridad, se ocupaban de la cosa pública. Hombres serios, ante todo, no aprobaban que la autoridad permitiese la existencia de la prensa de oposición y llamaban a la opinión pública una majadería de "pipiolos", comprendiendo bajo este dictado a todo el que se atrevía a levantar la voz sin tener casa ni hacienda ni capital a interés.

Estas opiniones autoritarias, que los dos amigos profesaban en virtud de su conveniencia, habían acarreado algunos disgustos domésticos a don Fidel Elías. Doña Francisca Encina, su mujer, había leído algunos libros y pretendía pensar por sí sola, violando así los principios sociales de su marido, que miraba todo libro como inútil, cuando no como pernicioso. En su cualidad de letrada, doña Francisca era liberal en política y fomentaba esta tendencia de su hermano, a quien don Fidel y don Simón no habían aún podido conquistar enteramente para el partido del orden, que algunos han llamado con cierta gracia, en tiempos posteriores, el partido de los energistas.

Sentados a la mesa del té todos estos personajes, la conversación tomó distinto giro en cada uno de los grupos que componían, según sus gustos y edades.

Doña Engracia citaba a su cuñada la escena de la comida, para probar que Diamela entendía el francés, a lo cual contestaba doña Francisca citando algunos autores que hablaban de la habilidad de la raza canina.

Leonor y su prima formaban otro grupo con los jóvenes, y don Dámaso ocupaba la cabecera de la mesa con su amigo y su cuñado.

-Convéncete, Dámaso -decíale don Fidel-, esta Sociedad de la Igualdad es una pandilla de descamisados que quieren repartirse nuestras fortunas.

-Y, sobre todo decía don Simón, a quien el Gobierno nombraba siempre para diversas comisiones-, los que hacen oposición es porque quieren empleo.

-Pero hombre -replicaba don Dámaso, ¿y las escuelas que funda esa sociedad para educar al pueblo?

-¡Qué pueblo, ni qué pueblo! contestaba don Fidel-. Es el peor mal que pueden hacer, estar enseñando a ser caballeros a esa pandilla de rotos.

-Si yo fuese gobierno -dijo don Simón-, no los dejaba reunirse nunca. ¿Adónde vamos a parar con que todos se metan en política?

-¡Pero si son tan ciudadanos como nosotros! -replicó don Dámaso.

-Sí, pero ciudadanos sin un centavo, ciudadanos hambrientos -repuso don Fidel.

-Y entonces, ¿para qué estamos en República? dijo doña Francisca, mezclándose en la conversación.

-Ojalá no lo estuviéramos contestó su marido.

-¡Jesús! exclamó escandalizada la señora.

-Mira, hija, las mujeres no deben hablar de política dijo, sentenciosamente, don Fidel.

Esta máxima fue aprobada por el grave don Simón, que hizo con la cabeza una señal afirmativa.

-A las mujeres, las flores y la tualeta, querida tía -le dijo Agustín, que oyó la máxima de don Fidel.

-Este niño ha vuelto más tonto de Europa -murmuró, picada, la literata.

-En días pasados dijo don Simón a don Dámaso un ministro me hablaba de usted, preguntándome si era opositor.

-¡Yo, opositor! -exclamó don Dámaso, nunca lo he sido; yo soy independiente.

-Era para darle, según creo, una comisión.

Don Dámaso se quedó pensativo, arrepintiéndose de su respuesta.

-¿Y qué comisión era? -preguntó.

-No recuerdo ahora contestó don Simón-; usted sabe que el Gobierno busca la gente de valer para ocuparla y…

-Y tiene razón dijo don Dámaso-; es el modo de establecer la autoridad.

-Mira, Leonor; ya están conquistando a tu papá -dijo doña Francisca.

-No, a mí no me conquistan, hija -replicó don Dámaso-; siempre he dicho que los gobiernos deben emplear gente conocida.

-Yo no pierdo la esperanza de verte de senador dijo don Fidel.

-No aspiro a eso -repuso don Dámaso-; pero si los pueblos me eligen…

-Aquí los que eligen son los gobiernos -observó doña Francisca.

-Y así debe ser -replicó don Fidel-; de otro modo no se podría gobernar.

-Para gobernar así, mejor sería que nos dejasen en paz dijo doña Francisca.

-Pero mujer -replicó su marido-; ya te he dicho que ustedes no deben ocuparse en política.

Don Simón aprobó por segunda vez, y doña Francisca se volvió con desesperación hacia su cuñada.

Después del té, la tertulia volvió al salón, donde siguieron la conversación política los papás, y los jóvenes rodearon a Leonor, que se sentó al lado de una mesa. Sobre ésta se veía un hermoso libro con tapas incrustadas de nácar.

-Mira, Leonor -le dijo su hermano-, ya te han aportado tu álbum, que me dijiste habías prestado.

-¿No lo tenía usted? -preguntó Leonor, con indiferencia, a Emilio Mendoza.

-Lo he traído esta noche, señorita, como había prometido a usted.

-¿Lo llevó usted para ponerle versos? -preguntó Clemente Valencia a su rival-; yo nunca he podido aguantar los versos -añadió el capitalista, haciendo sonar la cadena de su reloj.

-Ni moi tampoco -dijo Agustín.

-A ver el álbum dijo doña Francisca, abriendo el libro.

-Tía, si son morsoes literarios exclamó Agustín-, mejor sería que hiciesen un poco de música.

-Lea, mamá dijo Matilde-; hay mayoría por lo que mi primo llama morsoes literarios.

Doña Francisca abrió en una página.

-Aquí hay unos versos -dijo-, y son del señor Mendoza.

-¿Tú haces versos, querido? -le dijo Agustín-, ¿,que estás enamorado?

Emilio se puso colorado y lanzó una mirada a Leonor, que pareció no haberla visto.

-Es una composición corta dijo doña Francisca, que ardía en deseos de que la oyesen leer.

-Parta, pues, tía -le dijo Agustín. Doña Francisca, con voz afectada y acento sentimental, leyó:

A LOS OJOS DE…

Más dulces habéis de serSi me volvéis a mirar, Porque es malicia a mi ver;Siendo fuente de placer, Causarme tanto pesar.

De seso me tiene ajenoEl que en suerte tan cruel Sea ese mirar sereno Sólo para mi veneno, Siendo para todos miel.

Si amando os puedo ofender, Venganza podéis tomar, Pues es fuerza os haga ver Que, o no os dejo de querer, O me acabáis de matar.

Si es la venganza medida Por mi amor, a tal rigor El alma siento rendida;Porque es muy poco una vida Para vengar tanto amor.

EMILIO MENDOZA

Al concluir esta lectura, Emilio Mendoza dirigió una lánguida mirada a Leonor, como diciéndole: "Usted es la diosa de mi inspiración".

-Y ¿en cuánto tiempo ha hecho usted estos versos? -le dijo doña Francisca.

-Esta mañana los he concluido contestó Mendoza, con afectada modestia, cuidándose muy bien de decir que sólo había tenido el trabajo de copiarlos de una composición del poeta español Campoamor, entonces poco conocido en Chile.

-Aquí hay algo en prosa dijo doña Francisca:

"La humanidad camina hacia el progreso, girando en un círculo que se llama amor y que tiene por centro el ángel que apellidan mujer."

-¡Qué lindo pensamiento! -dijo con aire vaporoso doña Francisca.

-Sí, para el que lo entienda -replicó Clemente Valencia.

Continuó por algún tiempo doña Francisca hojeando el libro en cuyas páginas, llenas de frases vacías o de estrofas que concluían pidiendo un poco de amor a la dueña del álbum, ella se detenía con entusiasmo.

-Si dejan a mi tía con el libro, es capaz de trasnochar -dijo Agustín a su amigo Valencia.

Don Fidel dio la señal de retirada, tomando su sombrero.

-¿Sabes que Dámaso me ha dado a entender que le gustaría que su hijo se aficionase a Matilde? -dijo a dona Francisca, cuando estuvieron en la calle-. Agustín es un magnífico partido.

-Es un muchacho tan insignificante contestó doña Francisca, recordando la poca afición de su sobrino a la poesía.

-¿Cómo? Insignificante, y su padre tiene cerca de un millón de pesos -replicó con calor el marido.

Doña Francisca no contestó a la positivista opinión de su esposo.

-Un casamiento entre Matilde y Agustín sería para nosotros una gran felicidad -prosiguió don Fidel-. Figúrate, hija, que el año entrante termina el arriendo que tengo de "El Roble", y que su dueño no quiere prorrogarme este arriendo.

-Hasta ahora, la tal hacienda de "El Roble" no te ha dado mucho dijo doña Francisca.

-Esta no es la cuestión -replicó don Fidel-; yo me pongo en el caso de que termine el arriendo. Casando a Matilde con Agustín, además que aseguramos la suerte de nuestra hija, Dámaso no me negará su fianza, como ya lo ha hecho, para cualquier negocio.

-En fin, tú sabrás lo que haces -contestó con enfado la señora, indignada del prosaico cálculo de su marido.

Lo restante del camino lo hicieron en silencio hasta llegar a la casa que habitaban.

Volveremos nosotros a don Dámaso y a su familia, que quedaron solos en el salón.

-Y nuestro alojado, ¿qué se habrá hecho? -preguntó el caballero.

Un criado, a quien se llamó para hacer esta pregunta, contestó que no había llegado aún.

-No será mucho que se haya perdido dijo don Dámaso.

-¡En Santiago! -exclamó Agustín con admiración-, en París sí que es fácil egerarse.

He pensado dijo don Dámaso a su mujer- que Martín puede servirme mucho, porque necesito una persona que lleve mis libros.

-Parece un buen jovencito y me gusta, porque no fuma -respondió doña Engracia.

Martín, en efecto, había dicho que no fumaba, cuando, después de comer, don Dámaso le ofreció un cigarro en un rapto de republicanismo. Mas, al despedirse, sus amigos le dejaban medio curado ya de sus impulsos igualitarios con la noticia de que un ministro se había ocupado de él para encomendarle una comisión.

"Después de todo -pensaba al acostarse don Dámaso-, ¡estos liberales son tan exagerados!"

7

Al concluir esta lectura, Emilio Mendoza dirigió una lánguida mirada a Leonor, como diciéndole: "Usted es la diosa de mi inspiración".

-Y ¿en cuánto tiempo ha hecho usted estos versos? -le dijo doña Francisca.

-Esta mañana los he concluido contestó Mendoza, con afectada modestia, cuidándose muy bien de decir que sólo había tenido el trabajo de copiarlos de una composición del poeta español Campoamor, entonces poco conocido en Chile.

-Aquí hay algo en prosa dijo doña Francisca:

"La humanidad camina hacia el progreso, girando en un círculo que se llama amor y que tiene por centro el ángel que apellidan mujer."

-¡Qué lindo pensamiento! -dijo con aire vaporoso doña Francisca.

-Sí, para el que lo entienda -replicó Clemente Valencia.

Continuó por algún tiempo doña Francisca hojeando el libro en cuyas páginas, llenas de frases vacías o de estrofas que concluían pidiendo un poco de amor a la dueña del álbum, ella se detenía con entusiasmo.

-Si dejan a mi tía con el libro, es capaz de trasnochar -dijo Agustín a su amigo Valencia.

Don Fidel dio la señal de retirada, tomando su sombrero.

-¿Sabes que Dámaso me ha dado a entender que le gustaría que su hijo se aficionase a Matilde? -dijo a dona Francisca, cuando estuvieron en la calle-. Agustín es un magnífico partido.

-Es un muchacho tan insignificante contestó doña Francisca, recordando la poca afición de su sobrino a la poesía.

-¿Cómo? Insignificante, y su padre tiene cerca de un millón de pesos -replicó con calor el marido.

Doña Francisca no contestó a la positivista opinión de su esposo.

-Un casamiento entre Matilde y Agustín sería para nosotros una gran felicidad -prosiguió don Fidel-. Figúrate, hija, que el año entrante termina el arriendo que tengo de "El Roble", y que su dueño no quiere prorrogarme este arriendo.

-Hasta ahora, la tal hacienda de "El Roble" no te ha dado mucho dijo doña Francisca.

-Esta no es la cuestión -replicó don Fidel-; yo me pongo en el caso de que termine el arriendo. Casando a Matilde con Agustín, además que aseguramos la suerte de nuestra hija, Dámaso no me negará su fianza, como ya lo ha hecho, para cualquier negocio.

-En fin, tú sabrás lo que haces -contestó con enfado la señora, indignada del prosaico cálculo de su marido.

Lo restante del camino lo hicieron en silencio hasta llegar a la casa que habitaban.

Volveremos nosotros a don Dámaso y a su familia, que quedaron solos en el salón.

-Y nuestro alojado, ¿qué se habrá hecho? -preguntó el caballero.

Un criado, a quien se llamó para hacer esta pregunta, contestó que no había llegado aún.

-No será mucho que se haya perdido dijo don Dámaso.

-¡En Santiago! -exclamó Agustín con admiración-, en París sí que es fácil egerarse.

He pensado dijo don Dámaso a su mujer- que Martín puede servirme mucho, porque necesito una persona que lleve mis libros.

-Parece un buen jovencito y me gusta, porque no fuma -respondió doña Engracia.

Martín, en efecto, había dicho que no fumaba, cuando, después de comer, don Dámaso le ofreció un cigarro en un rapto de republicanismo. Mas, al despedirse, sus amigos le dejaban medio curado ya de sus impulsos igualitarios con la noticia de que un ministro se había ocupado de él para encomendarle una comisión.

"Después de todo -pensaba al acostarse don Dámaso-, ¡estos liberales son tan exagerados!"

8

Desde el día siguiente principió Martín sus tareas con el empeño del joven que vive convencido de que el estudio es la única base de un porvenir feliz cuando la suerte le ha negado la riqueza.

El pobre y anticuado traje provinciano llamó desde el primer día la atención de sus condiscípulos, la mayor parte jóvenes elegantes que llegaban a la clase con los recuerdos de un baile de la víspera o de las emociones de una visita mucho más frescos en la memoria que los preceptos de las Siete Partidas o del Prontuario de los Juicios. Martín se encontró por esta causa aislado de todos. Entre nuestra juventud, el hombre que no principia a mostrar su superioridad por la elegancia del traje, tiene que luchar con mucha indiferencia, y acaso con un poco de desprecio, antes de conquistarse las simpatías de los demás. Todos miraron a Rivas como a un pobre diablo que no merecía más atención que su raída catadura, y se guardaron muy bien de tenderle una mano amiga. Martín conoció lo que podría muy propiamente llamarse el orgullo de la ropa, y se mantuvo digno en su aislamiento, sin más satisfacción que la de manifestar sus buenas aptitudes para el estudio cada vez que la ocasión se le presentaba.

Una circunstancia había llamado su atención, y era la ausencia de un individuo a quien los demás nombraban con frecuencia.

-¿Rafael San Luis no ha venido? -oía preguntar casi todos los días.

Y sobre la respuesta negativa, oía también variados comentarios sobre la ausencia del que llevaba aquel nombre, y que, a juzgar por la insistencia con que se recordaba, debía ejercer cierta superioridad entre los otros que así se ocupaban de él.

Dos meses después de su incorporación a la clase, notó Martín la presencia de un alumno a quien todos saludaban cordialmente, dándole el nombre que había oído ya. Era un joven de veintitrés o veinticuatro años, de pálido semblante y de facciones de una finura casi femenil, que ponían en relieve la fina curva de un bigote negro y lustroso. Una abundante cabellera, dividida en la mitad de la frente, realzaba la majestad de ésta y dejaba caer, tras dos pequeñas y rosadas orejas, sus hebras negras y relucientes. Sus ojos, sin ser grandes, parecían brillar con los destellos de una inteligencia poderosa y con el fuego de un corazón elevado y varonil. Esta expresión enérgica de su mirada cuadraba muy bien con las elegantes proporciones de un cuerpo de regular estatura y de simétricas y bien proporcionadas formas.

Al principio de la clase, Rivas fijó con interés su vista en aquel joven, hasta que éste habló a un compañero después de mirarle. En ese momento, el profesor pidió a Martín su opinión sobre un cuestión jurídica que se debatía, y después de darla recibió una contestación destemplada del alumno a quien acababa de corregir. Martín replicó con energía y altivez, dejando la razón de su parte, lo que hizo enrojecer de despecho a su adversario.

Entre el joven que había llamado la atención de Martín y el que estaba a su lado había mediado la siguiente conversación:

-¿Quién es ése? -preguntó Rafael, al ver la atención con que le observaba Rivas.

-Es un recién incorporado -contestó el compañero-. Por la traza parece provinciano y pobre. No conoce a nadie y sólo habla en clase cuando le preguntan algo. No parece nada tonto.

Rafael observó a Rivas durante algunos instantes y pareció tomar interés en la cuestión que éste debatía con su adversario.

Al salir de clase, el que había manifestado su despecho al verse vencido por Martín se le acercó con ademán arrogante:

-Bien está que usted corrija -le dijo, mirándolo con orgullo; pero no vuelva a emplear el tono que ha usado hoy.

-No sufriré la arrogancia de nadie y responderé siempre en el tono que usen conmigo -dijo Martín-, y ya que usted se ha dirigido a mí -añadió-, le advertiré que aquí sólo admito lecciones de mi profesor, únicamente en lo que concierne al estudio.

-Tiene razón este caballero exclamó Rafael San Luis, adelantándose-; tú, Miguel, has contestado al señor con aspereza, cuando él sólo cumplía con su obligación corrigiéndote. Además, el señor está recién llegado y le debemos a lo menos las consideraciones de la hospitalidad.

La discusión terminó con estas palabras, que el joven San Luis había pronunciado sin afectación ni dogmatismo.

Martín se acercó a él con aire tímido.

Creo que debo dar a usted las gracias por lo que acaba de decir en favor mío -le dijo-, y le ruego las acepte con la sinceridad con que se las ofrezco.

-Así lo hago -le contestó Rafael, tendiéndole la mano con franca cordialidad.

-Y ya que usted se ha dignado hablar en mi favor -continuó Rivas-, le suplico que cuando pueda me guíe con sus consejos. Hace muy poco tiempo que habito en Santiago e ignoro las costumbres de aquí.

-Por lo que acabo de ver -contestó Rafael-, usted poco necesita de consejos. Lo que predomina en Santiago es el orgullo, y usted parece tener la suficiente energía para ponerlo a raya. Ya que hablamos sobre esto, le confesaré a usted que intercedí hace poco en su favor, porque me dijeron que era pobre y no conocía a ninguno de nuestros condiscípulos. Aquí la gente se paga mucho de las exterioridades, cosa con la cual no convengo. La pobreza y el aislamiento de usted me han inspirado simpatía, por ciertas razones que nada tienen que ver con este asunto.

-Me felicito por tales simpatías dijo Martín-, y me alegraré mucho si usted me permite cultivar su amistad.

-Tendrá usted un triste amigo -replicó San Luis con una sonrisa melancólica-; pero no me falta cierta experiencia que acaso pueda aprovecharle. En fin, eso lo dirá el tiempo; hasta mañana.

Con estas palabras se despidió dejando una extraña impresión en el ánimo de Martín Rivas, que se quedó pensativo, mirándole alejarse.

Había, en verdad, cierto aire de misterio en torno de aquel joven, cuya poética belleza llamaba la atención a primera vista. Martín observó con curiosidad sus maneras, en las que resaltaba la dignidad en medio de la sencillez, y la vaga melancolía de su voz le inspiró al instante una poderosa simpatía. Llamó la atención de Rivas el traje de Rafael, en el que parecían reinar el capricho y un absoluto desprecio a la moda que uniformaba a casi todos los otros alumnos de la clase. Su cuello vuelto contrastaba con la rigidez de los que llevaban los demás, y su corbata negra, anudada con descuido, dejaba ver una garganta, cuyos suaves alineamientos traían a la memoria la que los escultores han dado al busto de Byron. Martín vio, además, en las últimas palabras de aquel joven, una ligera analogía con su situación, complaciéndose en aumentarla con la idea de que sería como él un hijo desheredado de la fortuna. Este pensamiento le hizo acercarse a Rafael al día siguiente y reanudar con él la conversación interrumpida el anterior.

-Cuando usted quiera -le dijo San Luis-, véngase a comer conmigo a un hotel de pobre apariencia que suelo frecuentar, y allí conversaremos más amigablemente. ¿Dónde vive usted?

-En casa de don Dámaso Encina.

-¡En casa de don Dámaso! -exclamó con admiración-; ¿es usted su pariente?

-No; he traído un carta de mi padre para él, y me ha hospedado en su casa. ¿Usted le conoce?

-Algo -contestó San Luis con disimulada turbación.

Los dos jóvenes permanecieron silenciosos algunos instantes, hasta que Rafael rompió el silencio hablando de asuntos indiferentes y muy distintos del que les acababa de ocupar.

Al salir de la clase, San Luis convidó a almorzar a Martín, y se dirigieron a un hotel de pobre apariencia, como lo había calificado el primero.

Una botella estableció más franqueza en la conversación de los dos jóvenes.

-Aquí no comerá usted con el hijo de don Dámaso -dijo Rafael-, pero sí con más libertad.

-¿Ha visitado usted su casa? -preguntó Rivas, a quien había picado la curiosidad y turbación de su nuevo amigo al hablar de su protector.

-Sí; en mejores tiempos contestó este-. ¿Y su hija?

-Oh, está lindísima -dijo Martín con entusiasmo.

-¡Cuidado: esa respuesta revela una admiración que puede a usted serle fatal -observó San Luis, poniéndose serio.

-¿Por qué? -preguntó Rivas.

-Porque lo peor que puede suceder a un joven pobre como usted es el enamorarse de una niña rica. Adiós estudios, porvenir, esperanzas exclamó San Luis, empinando con febril entusiasmo un vaso de vino-. Usted me pidió consejos ayer; pues bien, ahí tiene usted uno, y es de los más cuerdos. El amor, para un joven estudiante, debe ser como la manzana del paraíso: fruto vedado. Si usted quiere ser algo, Martín, y le digo esto porque usted parece dotado de la noble ambición que forma los hombres distinguidos, rodee su corazón de una capa de indiferencia tan impenetrable como una roca.

-No pienso enamorarme -contestó Martín-, y tengo para ello muy poderosas razones: entre ellas, la que usted acaba de apuntar.

San Luis cambió entonces de conversación y habló sobre tan distintas materias y con tal verbosidad, que parecía tener empeño en hacer olvidar a Martín las primeras palabras que había dicho aconsejándole.

En casa de don Dámaso habló Martín de su nuevo amigo, a quien Agustín había nombrado.

-Ese mocito es muy intrigante dijo don Dámaso, y busca niña con buena dote.

-Pero, papá -replicó Leonor-, es necesario no ser injusto; yo tengo mejor idea de San Luis.

-Es un parvenido –dijo Agustín-, papá tiene razón. A la época donde estamos, todos quieren plata.

-Y hacen bien, cuando hay pobres que la merecen más que muchos ricos exclamó Leonor.

Estas pocas palabras arrojaron la duda en el espíritu de Rivas. La energía con que Leonor defendía a Rafael de los ataques de su padre y de su hermano, y las palabras de su amigo sobre el amor, hicieron brillar de repente cierta luz a sus ojos, que hirió su corazón con un malestar desconocido. No podía pensar sino que San Luis había amado a Leonor y que su pasión había sido condenada por don Dámaso. Semejante descubrimiento le desazonó como si acabase de recibir alguna triste noticia, y se entregó al trabajo sin explicarse el descontento que le hacía mirar el porvenir bajo un prisma sombrío.

Cuando hubo despachado la correspondencia de don Dámaso, su pensamiento, después de dar mil vueltas a la misma idea, no había llegado más que a esta conclusión, que le llenaba de desconsuelo: "No hay duda de que se han amado, y puesto que Leonor le defiende, debe amarle todavía".

9

La idea de que Leonor amase a su nuevo amigo, infundió a Rivas cierta reserva para con éste, a pesar de la viva simpatía que hacia él le arrastraba. Durante varios días trató en vano de aclarar sus sospechas en sus conversaciones con Rafael San Luis. Las confidencias no vinieron jamás a satisfacerle.

Una tarde, después de comer en casa de don Dámaso, se retiraba Martín, como de costumbre, antes que hubiese llegado la hora de las visitas.

-¿Es usted aficionado a la música? -le dijo Leonor, cuando él había tomado su sombrero.

Martín sintió que la turbación se apoderaba de su pecho al responder. Le parecía tan extraño que la orgullosa niña le dirigiese la palabra, que al oír su voz se figuró estar bajo la alucinación de un sueño. Con esta impresión se había vuelto hacia Leonor sin responderle y como creyendo haber oído mal.

Leonor repitió su pregunta con una pequeña sonrisa.

-Señorita contestó Rivas, conmovido-, he oído tan poco, que no puedo calificar de gusto la afición que tengo por ella.

-No importa dijo la niña con tono imperativo-; oirá usted lo que voy a tocarle, y siéntese al lado del piano, porque tengo que hablar con usted.

Martín siguió a Leonor abismado de admiración.

Don Dámaso, su mujer y Agustín jugaban al juego francés llamado patience, que el joven les enseñaba.

Leonor principió a tocar la introducción de un vals después de mostrar a Rivas un asiento muy cerca de ella. El joven la miraba extasiado en su belleza y dudando de la realidad de aquella situación que no se habría atrevido a imaginar un momento antes.

Leonor tocó la introducción y los primeros compases del vals sin dirigirle la palabra. Y cuando Martín empezaba a figurarse que era el juguete de un capricho de la niña, ésta fijó en él su mirada altanera.

-¿Usted conoce a Rafael San Luis? -le preguntó.

-Sí, señorita contestó Rivas, mirando en esta pregunta la confirmación de sus sospechas que le atormentaban.

-¿Le ha hablado a usted de alguien de mi familia? -volvió a preguntarle Leonor.

-Muy poco; le creo muy reservado -contestó él.

-¿Usted es amigo suyo?

-Muy reciente; le he conocido en el colegio hace pocos días.

-Pero, en fin, usted ha hablado con él.

-Casi todos los días desde que hicimos amistad.

-¿Y nada de particular le ha dicho a usted sobre alguien de mi familia?

-Nada; ah, sí, me preguntó una vez por usted.

Martín añadió la segunda parte de esta contestación con la esperanza de leer en el rostro de la niña la confirmación de la sospecha que aumentaba en su espíritu.

-¡Ah! -dijo Leonor-. ¿Y nada más?

-Nada más. señorita contestó el joven, desesperado de la majestuosa impasibilidad de aquel rostro lindísimo.

Leonor siguió tocando algunos instantes, sin decir una palabra.

Martín se sentía sofocado, inquieto, descontento ante la arrogancia de aquella niña que sólo se dignaba dirigirle la palabra para hablar de un hombre a quien tal vez amaba. Su amor propio le infundía violentos deseos de poseer una belleza singular, una inmensa fortuna o una celebridad; algo, en fin, que le pusiese a la altura de Leonor, para arrastrar su atención y ocupar su espíritu, que acaso en este instante se olvidaba de él como de los muebles que había en torno suyo. Humillábanle más que nunca su oscuridad y su pobreza, y se sentía capaz de un crimen para ocupar los pensamientos de la niña, aunque fuera con el temor.

Al cabo de cortos momentos, ella le miró de nuevo.

-Pero, en fin -dijo, anudando la conversación interrumpida-, usted debe saber lo que ese joven hace o adonde visita.

-Siento en el alma, señorita, no poder satisfacer la curiosidad que usted me manifiesta contestó Martín con cierta dureza de acento-. No he recibido de San Luis ninguna confidencia ni sé absolutamente las casas que visite; sólo nos vemos en el colegio.

Leonor dejó de tocar, hojeó algunas piezas de música y se levantó.

-¿Ya están ustedes muy diestros en ese juego? -dijo, acercándose a la mesa en que jugaban sus padres y su hermano.

-Tan diestros como yo dijo Agustín.

Rivas se puso rojo de vergüenza y de despecho. Leonor no le había dirigido ni una sola palabra, ni una sola mirada. Se había retirado como si él no estuviese allí por orden suya.

-¿Usted no entiende este juego? -le preguntó por fin Leonor, como acordándose sólo entonces de que le había dejado junto al piano.

-No, señorita contestó él.

Y salió al cabo de algunos minutos, que empleó en buscar la manera de hacerlo sin llamar la atención.

Martín entró en su cuarto con el corazón despedazado. Su angustia le impedía el explicarse los encontrados y violentos sentimientos que le agitaban. Mudas imprecaciones contra su destino y el orgullo de los ricos, locos proyectos de venganza, un desaliento sin límites al mirar hacia el porvenir, arrebatos de conquistarse un nombre que le atrajese la admiración de todos, mil ideas confusas, hiriendo, como otros tantos rayos, su cerebro, haciendo dilatarse su corazón, agitando la velocidad de su sangre, destrozándole el pecho, arrancándole lágrimas de fuego he aquí lo que le hacía retorcerse desesperado sobre una silla, mirarse con ojos espantados al espejo; y, como un relámpago en medio de una deshecha tempestad, aparecía en su mente a cada instante y cortando la ilación de sus demás ideas, ésta, que sus labios no formulaban, pero que hacía estremecérsele el corazón: "¡Ah, y ser tan bella!, ¡tan bella!".

La calma sobrevino poco a poco, haciéndole pasar a los encantados idilios del amor primero. ¡Había perdonado! Leonor descubría de repente los tesoros de su corazón virgen y fogoso; aceptaba un amor lleno de sumisión y de ternura, ¡se dejaba adorar! Martín recorrió así un mundo fantástico, oyendo la música celestial de un vals a cuyos compases se repetían él y Leonor los juramentos para toda la vida. Juramentos que ignoran los días de la vejez y piden una tumba para renacer juntos en la mansión de la vida infinita. Vio que puede de repente nacer en el pecho una pasión que pisotea al orgullo, que encuentra en la tierra los elementos de una felicidad reputada como quimérica, y se acostó distraído, olvidándose de la verdad.

Mientras Rivas pasaba por esta crisis, en la que al fin se dibujó radiante su amor, como aparece en el fondo de un crisol la plata que la acción del fuego hace desprenderse del metal, Leonor se retiraba con Matilde a un sofá apartado del gran salón en que conversaban algunas visitas.

Como te dije el otro día -principió por decir Leonor, estrechando una mano de su prima-, Martín habló en la mesa de Rafael San Luis, a quien yo defendí de los ataques de mi padre.

Matilde apretó la mano de Leonor con reconocimiento, y ésta continuó.

-Esta tarde llamé a Martín junto al piano y le hice varias preguntas sobre San Luis. Es amigo de él, pero de poco tiempo a esta parte. Nada me ha podido informar sobre la vida que lleva, pues Rafael parece no haberle confiado aún ninguna cosa que revele el estado de su corazón, pero te prometo que yo lo averiguaré. Rivas es inteligente, y espero que pronto se captará su entera confianza. Así sabremos si todavía te ama.

Las dos niñas continuaron su conversación hasta que Emilio Mendoza ocupó un asiento del lado de Leonor y comenzó a hablarle de su amor, sin que ella manifestase el menor desagrado ni diese tampoco ninguna contestación propia para alentar las esperanzas de aquel joven.

Al día siguiente, Martín recibió con frialdad el saludo de su amigo. Este, que había concebido por él un cariño verdadero, notó al instante su reserva.

-¿Qué tienes? -le preguntó, empleando por primera vez aquel tono familiar-: te veo triste.

Martín se sintió desarmado en presencia de la cordialidad que San Luis le manifestaba, cuando le había visto tratar a todos sus condiscípulos con la mayor indiferencia. Se hizo, además, la reflexión de que Rafael no tenía ninguna culpa de lo que le atormentaba, y tuvo bastante razón para conocer la ridiculez de sus celos.

-Es verdad -dijo, estrechando la mano que San Luis le había presentado-, anoche sufrí mucho.

-¿Puedo saber la causa? -preguntó Rafael.

-¿Para qué? -respondió Rivas-. Nada podrías hacer para darme la felicidad.

-¡Cuidado, Martín!, no olvides mi consejo. El amor, para un estudiante pobre, debe ser como la manzana del paraíso: si lo pruebas, te perderás.

-Y ¿qué puedo hacer cuando…?

San Luis no le dejó terminar.

-No quiero saber nada -le dijo; hay ciertos sentimientos que aumentan en el alma cuando se confían, y el amor es uno de ellos. No me digas nada. Pero tengo por ti un verdadero interés y quiero curarte antes de que el mal haya echado raíces. La soledad es un consejero fatal y tú vives muy solo. Es necesario que te distraigas -añadió, viendo que Martín se quedaba pensativo, y yo me encargo de hacerlo.

-Difícil me parece dijo Martín, que se sentía bajo la impresión de la escena de la víspera.

-No importa; haremos un ensayo, nada se pierde. Vente a mi casa mañana a las ocho de la noche y te llevaré a ver cierta gente que te divertirán.

Los dos amigos se separaron, dirigiéndose Martín a casa de don Dámaso.

10

La idea de que Leonor amase a su nuevo amigo, infundió a Rivas cierta reserva para con éste, a pesar de la viva simpatía que hacia él le arrastraba. Durante varios días trató en vano de aclarar sus sospechas en sus conversaciones con Rafael San Luis. Las confidencias no vinieron jamás a satisfacerle.

Una tarde, después de comer en casa de don Dámaso, se retiraba Martín, como de costumbre, antes que hubiese llegado la hora de las visitas.

-¿Es usted aficionado a la música? -le dijo Leonor, cuando él había tomado su sombrero.

Martín sintió que la turbación se apoderaba de su pecho al responder. Le parecía tan extraño que la orgullosa niña le dirigiese la palabra, que al oír su voz se figuró estar bajo la alucinación de un sueño. Con esta impresión se había vuelto hacia Leonor sin responderle y como creyendo haber oído mal.

Leonor repitió su pregunta con una pequeña sonrisa.

-Señorita contestó Rivas, conmovido-, he oído tan poco, que no puedo calificar de gusto la afición que tengo por ella.

-No importa dijo la niña con tono imperativo-; oirá usted lo que voy a tocarle, y siéntese al lado del piano, porque tengo que hablar con usted.

Martín siguió a Leonor abismado de admiración.

Don Dámaso, su mujer y Agustín jugaban al juego francés llamado patience, que el joven les enseñaba.

Leonor principió a tocar la introducción de un vals después de mostrar a Rivas un asiento muy cerca de ella. El joven la miraba extasiado en su belleza y dudando de la realidad de aquella situación que no se habría atrevido a imaginar un momento antes.

Leonor tocó la introducción y los primeros compases del vals sin dirigirle la palabra. Y cuando Martín empezaba a figurarse que era el juguete de un capricho de la niña, ésta fijó en él su mirada altanera.

-¿Usted conoce a Rafael San Luis? -le preguntó.

-Sí, señorita contestó Rivas, mirando en esta pregunta la confirmación de sus sospechas que le atormentaban.

-¿Le ha hablado a usted de alguien de mi familia? -volvió a preguntarle Leonor.

-Muy poco; le creo muy reservado -contestó él.

-¿Usted es amigo suyo?

-Muy reciente; le he conocido en el colegio hace pocos días.

-Pero, en fin, usted ha hablado con él.

-Casi todos los días desde que hicimos amistad.

-¿Y nada de particular le ha dicho a usted sobre alguien de mi familia?

-Nada; ah, sí, me preguntó una vez por usted.

Martín añadió la segunda parte de esta contestación con la esperanza de leer en el rostro de la niña la confirmación de la sospecha que aumentaba en su espíritu.

-¡Ah! -dijo Leonor-. ¿Y nada más?

-Nada más. señorita contestó el joven, desesperado de la majestuosa impasibilidad de aquel rostro lindísimo.

Leonor siguió tocando algunos instantes, sin decir una palabra.

Martín se sentía sofocado, inquieto, descontento ante la arrogancia de aquella niña que sólo se dignaba dirigirle la palabra para hablar de un hombre a quien tal vez amaba. Su amor propio le infundía violentos deseos de poseer una belleza singular, una inmensa fortuna o una celebridad; algo, en fin, que le pusiese a la altura de Leonor, para arrastrar su atención y ocupar su espíritu, que acaso en este instante se olvidaba de él como de los muebles que había en torno suyo. Humillábanle más que nunca su oscuridad y su pobreza, y se sentía capaz de un crimen para ocupar los pensamientos de la niña, aunque fuera con el temor.

Al cabo de cortos momentos, ella le miró de nuevo.

-Pero, en fin -dijo, anudando la conversación interrumpida-, usted debe saber lo que ese joven hace o adonde visita.

-Siento en el alma, señorita, no poder satisfacer la curiosidad que usted me manifiesta contestó Martín con cierta dureza de acento-. No he recibido de San Luis ninguna confidencia ni sé absolutamente las casas que visite; sólo nos vemos en el colegio.

Leonor dejó de tocar, hojeó algunas piezas de música y se levantó.

-¿Ya están ustedes muy diestros en ese juego? -dijo, acercándose a la mesa en que jugaban sus padres y su hermano.

-Tan diestros como yo dijo Agustín.

Rivas se puso rojo de vergüenza y de despecho. Leonor no le había dirigido ni una sola palabra, ni una sola mirada. Se había retirado como si él no estuviese allí por orden suya.

-¿Usted no entiende este juego? -le preguntó por fin Leonor, como acordándose sólo entonces de que le había dejado junto al piano.

-No, señorita contestó él.

Y salió al cabo de algunos minutos, que empleó en buscar la manera de hacerlo sin llamar la atención.

Martín entró en su cuarto con el corazón despedazado. Su angustia le impedía el explicarse los encontrados y violentos sentimientos que le agitaban. Mudas imprecaciones contra su destino y el orgullo de los ricos, locos proyectos de venganza, un desaliento sin límites al mirar hacia el porvenir, arrebatos de conquistarse un nombre que le atrajese la admiración de todos, mil ideas confusas, hiriendo, como otros tantos rayos, su cerebro, haciendo dilatarse su corazón, agitando la velocidad de su sangre, destrozándole el pecho, arrancándole lágrimas de fuego he aquí lo que le hacía retorcerse desesperado sobre una silla, mirarse con ojos espantados al espejo; y, como un relámpago en medio de una deshecha tempestad, aparecía en su mente a cada instante y cortando la ilación de sus demás ideas, ésta, que sus labios no formulaban, pero que hacía estremecérsele el corazón: "¡Ah, y ser tan bella!, ¡tan bella!".

La calma sobrevino poco a poco, haciéndole pasar a los encantados idilios del amor primero. ¡Había perdonado! Leonor descubría de repente los tesoros de su corazón virgen y fogoso; aceptaba un amor lleno de sumisión y de ternura, ¡se dejaba adorar! Martín recorrió así un mundo fantástico, oyendo la música celestial de un vals a cuyos compases se repetían él y Leonor los juramentos para toda la vida. Juramentos que ignoran los días de la vejez y piden una tumba para renacer juntos en la mansión de la vida infinita. Vio que puede de repente nacer en el pecho una pasión que pisotea al orgullo, que encuentra en la tierra los elementos de una felicidad reputada como quimérica, y se acostó distraído, olvidándose de la verdad.

Mientras Rivas pasaba por esta crisis, en la que al fin se dibujó radiante su amor, como aparece en el fondo de un crisol la plata que la acción del fuego hace desprenderse del metal, Leonor se retiraba con Matilde a un sofá apartado del gran salón en que conversaban algunas visitas.

Como te dije el otro día -principió por decir Leonor, estrechando una mano de su prima-, Martín habló en la mesa de Rafael San Luis, a quien yo defendí de los ataques de mi padre.

Matilde apretó la mano de Leonor con reconocimiento, y ésta continuó.

-Esta tarde llamé a Martín junto al piano y le hice varias preguntas sobre San Luis. Es amigo de él, pero de poco tiempo a esta parte. Nada me ha podido informar sobre la vida que lleva, pues Rafael parece no haberle confiado aún ninguna cosa que revele el estado de su corazón, pero te prometo que yo lo averiguaré. Rivas es inteligente, y espero que pronto se captará su entera confianza. Así sabremos si todavía te ama.

Las dos niñas continuaron su conversación hasta que Emilio Mendoza ocupó un asiento del lado de Leonor y comenzó a hablarle de su amor, sin que ella manifestase el menor desagrado ni diese tampoco ninguna contestación propia para alentar las esperanzas de aquel joven.

Al día siguiente, Martín recibió con frialdad el saludo de su amigo. Este, que había concebido por él un cariño verdadero, notó al instante su reserva.

-¿Qué tienes? -le preguntó, empleando por primera vez aquel tono familiar-: te veo triste.

Martín se sintió desarmado en presencia de la cordialidad que San Luis le manifestaba, cuando le había visto tratar a todos sus condiscípulos con la mayor indiferencia. Se hizo, además, la reflexión de que Rafael no tenía ninguna culpa de lo que le atormentaba, y tuvo bastante razón para conocer la ridiculez de sus celos.

-Es verdad -dijo, estrechando la mano que San Luis le había presentado-, anoche sufrí mucho.

-¿Puedo saber la causa? -preguntó Rafael.

-¿Para qué? -respondió Rivas-. Nada podrías hacer para darme la felicidad.

-¡Cuidado, Martín!, no olvides mi consejo. El amor, para un estudiante pobre, debe ser como la manzana del paraíso: si lo pruebas, te perderás.

-Y ¿qué puedo hacer cuando…?

San Luis no le dejó terminar.

-No quiero saber nada -le dijo; hay ciertos sentimientos que aumentan en el alma cuando se confían, y el amor es uno de ellos. No me digas nada. Pero tengo por ti un verdadero interés y quiero curarte antes de que el mal haya echado raíces. La soledad es un consejero fatal y tú vives muy solo. Es necesario que te distraigas -añadió, viendo que Martín se quedaba pensativo, y yo me encargo de hacerlo.

-Difícil me parece dijo Martín, que se sentía bajo la impresión de la escena de la víspera.

-No importa; haremos un ensayo, nada se pierde. Vente a mi casa mañana a las ocho de la noche y te llevaré a ver cierta gente que te divertirán.

Los dos amigos se separaron, dirigiéndose Martín a casa de don Dámaso.

11

Reinaba, como dijimos, grande animación entre las personas que componían la tertulia ordinaria de don Dámaso Encina.

Era la noche del 19 de agosto, y desde algún tiempo circulaba la noticia de que la Sociedad de la Igualdad sería disuelta por orden del Gobierno. Citábase como prueba el ataque de cuatro hombres armados, hecho en una de las noches anteriores, al tiempo de instalarse en la Chimba el grupo número 7 de los que componían esa sociedad.

Martín se sentó después de ser presentado por don Dámaso a las personas de su tertulia, y la conversación, interrumpida un momento, siguió de nuevo.

-La autoridad -dijo don Fidel Elías, respondiendo a una objeción que se le acababa de hacer- está en su derecho de disolver esa reunión de demagogos, porque ¿qué se llama autoridad? El derecho de mando; luego, mandando disolver, está, como dije, en su derecho.

Doña Francisca, mujer del opinante, se cubrió el rostro, horrorizada de aquella lógica autoritaria.

-Además -repuso don Simón Arenal, viejo solterón que presumía de hombre de importancia-, un buen pueblo debe contentarse con el derecho de divertirse en las festividades públicas y no meterse en lo que no entiende. Si cada artesano da su opinión en política, no veo la utilidad de estudiar.

Don Dámaso, que tenía perdida la esperanza de ser comisionado por el Gobierno, como se le había hecho esperar, se hallaba en aquella noche bajo la influencia de los periódicos liberales, cuyos artículos recordaba perfectamente.

-El derecho de asociación -dijo- es sagrado. Es una de las conquistas de la civilización sobre la barbarie. Prohibirlo es hacer estéril la sangre de los mártires de la libertad y además…

-Yo te viera hablar de mártires y de libertad cuando te vengan a quitar tu fortuna -exclamó interrumpiéndole don Fidel.

-Aquí no se trata de atacar la propiedad -replicó don Dámaso.

-Se equivoca usted dijo don Simón Arenal-. ¿Cree usted que ese título es tomado sin premeditación? Sociedad de la Igualdad quiere decir que trabajará para establecer la igualdad, y como lo que más se opone a ella es la diferencia de fortunas, claro es que los ricos serán los patos de la boda.

-Eso es: les canards des noces –dijo el elegante Agustín.

-Sobre eso no hay duda, señor -le dijo también Emilio Mendoza, que había aprobado hasta entonces con la cabeza.

Don Dámaso se quedó pensativo. Aquellos argumentos contra la seguridad de su fortuna, con que por entonces se trataba de intimidar a todo rico que se presentaba con tendencias al liberalismo, le dejaron perplejo y taciturno.

-Los hombres de valor como usted -le dijo Emilio- deben aprovechar esta oportunidad para ofrecer su apoyo al Gobierno.

Claro -repuso don Fidel con su afición a los silogismos-: es el deber de todo buen patriota, porque la patria está representada por el Gobierno; luego, apoyándolo es el modo de manifestarse patriota.

-Pero, hijo -replicó doña Francisca-, tu proposición es falsa porque…

-Ta, ta, ta, -interrumpió don Fidel-, las mujeres no entienden de política; ¿no es así, caballero? -añadió dirigiéndose a Martín, que era el más próximo que tenía.

-No es ésa mi opinión, señor -respondió Rivas con modestia.

Don Fidel le miró con espanto.

-¡Cómo! -exclamó.

Luego, cual si una idea súbita le iluminase:

-¿Es usted soltero? -le preguntó.

-Si, señor.

-Ah, por eso, pues hombre; no hablemos más.

En este momento entró Clemente Valencia, que siempre llegaba más tarde que los demás.

-Vengo de la calle de las Monjitas -dijo-, donde me detuvo un tropel de gente.

-¿Qué es revolución? -preguntaron a un tiempo palideciendo don Fidel y don Simón.

-No es revolución; pero si la hay, el Gobierno tiene la culpa contestó Valencia, causando con esta frase gran admiración a los que le oían, porque estaban acostumbrados a la dificultad con que el capitalista hilvanaba una frase.

-Creo que con política, hasta los tontos se ponen elocuentes -dijo doña Francisca a Leonor, que tenía a su lado.

-Vamos, hombre, ¿qué hay?, estás esuflado –dijo Agustín a Valencia, que se calló cuando todos esperaban en silencio la explicación de aquellas palabras.

-Si, ¿qué es lo que hay? -dijeron los demás.

-Había sesión general en la Sociedad de la Igualdad -contestó Clemente.

-Eso ya lo sabíamos.

-La sesión concluyó a las diez.

-Gran noticia -dijo doña Francisca por lo bajo.

-Esto es lo que me contaron en la calle -añadió el joven.

-¿Y qué más? -preguntó Agustín-, ¿qué arribó después?

-Entraron unos hombres al salón donde quedaban algunos socios y cargaron a palos con ellos.

-¡A palos! -dijeron hombres y mujeres.

-¡A golpes de bastones! -exclamó Agustín con acento afrancesado.

-Es una atrocidad -dijo indignada doña Francisca-; parece que no estuviéramos en país civilizado.

-¡Mujer, mujer! -replicó don Fidel-, el Gobierno sabe lo que hace; ¡no te metas en política!

-Si pero esto es muy fuerte –dijo Agustín-, esto depasa los límites.

-El deber de la autoridad -exclamó don Simón- es velar por la tranquilidad, y esta asociación de revoltosos la amenazaba directamente.

-¡Pero eso es exasperar! objetó exaltada doña Francisca.

-¡Qué importa; el Gobierno tiene la fuerza!

-Bien hecho, bien hecho, que les den duro -dijo don Fidel-; ¿no les gusta meterse en lo que no deben?

-Pero esto puede traer una revolución -dijo don Dámaso.

-Ríase de eso -le contestó don Simón-; es la manera de hacerse respetar. Todo Gobierno debe manifestarse fuerte ante los pueblos; es el modo de gobernar.

-Pero eso es apalear y no gobernar -replicó Martín, cuyo buen sentido y generosos instintos se rebelaban contra la argumentación de los autoritarios.

-Dice bien el señor don Simón -replicó Emilio Mendoza-; al enemigo, con lo más duro.

-Extraña teoría caballero -repuso Martín, picado-; hasta ahora había creído que la nobleza consistía en la generosidad para con el enemigo.

-Con otra clase de enemigos; pero no con los liberales -contestó Mendoza con desprecio.

Rivas se acercó a una mesa, reprimiendo su despecho.

-No discuta usted, porque no oirá otras razones -le dijo doña Francisca.

Continuó la conversación política entre los hombres, y las señoras se acercaron a una mesa, sobre la cual un criado acababa de poner una bandeja con tazas de chocolate.

Martín observó a Leonor durante todo el tiempo que duró la visita y le fue imposible conocer la opinión de la niña respecto de las diversas opiniones emitidas. Otro tanto le sucedió cuando quiso averiguar si Leonor daba la preferencia a alguno de sus dos galanes, con cada uno de los cuales la vio conversar alternativamente, sin que en su rostro se pintase más que una amabilidad de etiqueta, muy distinta de la turbación que retrata el rostro de la mujer cuando escucha palabras a las que responde su corazón. Mas este descubrimiento, lejos de alegrar a Martín, le dio un profundo desconsuelo.

Pensó que si Leonor miraba con indiferencia al empleado elegante y al fastuoso capitalista, nunca su atención podría fijarse en él; que no contaba con ningún medio de seducción capaz de competir con los que poseían los que ya reputaba como sus rivales. Y al mismo tiempo sentía cada vez más avasallado el corazón por la altanera belleza que su amor rodeaba con una aureola divina. Cada uno de sus pensamientos eran, en ese instante, otros tantos idilios sentimentales de los que nacen en la mente de todo enamorado sin esperanzas, y se le figuraba, por momentos, que Leonor era demasiado hermosa para rebajarse hasta sentir amor hacia ningún hombre.

Mientras Rivas luchaba para no dirigir sus ojos sobre Leonor, temiendo que los demás adivinasen lo que pasaba en su corazón, Matilde y su prima se habían separado de la mesa.

-Este joven es el amigo de Rafael -dijo Leonor.

-¿Sabes que es interesante? -contestó Matilde.

-Tu opinión no es imparcial -repuso Leonor, sonriendo.

-¿Le has vuelto a preguntar algo sobre Rafael?

-No, porque mis preguntas le hicieron creer que era yo la enamorada y además se ofendió porque sólo le llamaba para hacerle esas preguntas.

-¡Ah, es orgulloso!

-Mucho, y me extraña que haya venido esta noche aquí, porque jamás lo había hecho. En la mesa habla rara vez sin que le dirijan la palabra y, cuando lo hace, es para manifestar su desprecio por las opiniones vulgares.

-Veo que lo has estudiado con detención -dijo Matilde en tono de malicia a su prima-, y creo que te estás ocupando de él más que de todos los jóvenes que vienen aquí.

-¡Qué ocurrencia! -contestó Leonor, volviendo desdeñosamente la cabeza.

La observación de Matilde había, sin embargo, hecho pensar a Leonor que Martín, sin saberlo ella misma, preocupaba su pensamiento más que lo que ordinariamente lo hacían los otros jóvenes de que en todas partes se veía rodeada. Esta idea introdujo una extraña turbación en su espíritu e hizo cubrirse de rubor sus mejillas al recordar que ella coincidía con el pensamiento que le ocurrió al ver la alegría con que el joven había recibido antes su disculpa sobre el motivo de sus preguntas acerca de su amigo San Luis. Esa turbación y ese rubor en la que desdeñaba el homenaje de los más elegantes jóvenes de la capital se explican perfectamente en el carácter de una niña mimada por sus padres y por la naturaleza. Por más que Leonor había manifestado a su prima el deseo de amar, se veía que gran parte de su orgullo estaba cifrado en la indiferencia con que trataba a los jóvenes más admirados por sus amigas. Así es que la idea de haber fijado su atención en uno que miraba como insignificante la disgustó consigo misma, e hizo formar el propósito de poner a prueba su voluntad para triunfar de lo que ella calificó de involuntaria debilidad. El corazón de la mujer es aficionado especialmente a esta clase de pruebas, en las que encuentra un pasatiempo para disipar el hastío de la indiferencia. Leonor miró a Rivas desde ese instante como a un adversario, sin advertir que su propósito la obligaba a caer en la falta que acababa de reprocharse como una debilidad; es decir, a ocuparse de él.

Martín, mientras ella formaba esa resolución, se retiró desesperado. Como todo el que ama por primera vez, no trataba de combatir su pasión, sino que se complacía en las penas que ella despertaba en su alma. Hallábase bajo el imperio de la dolorosa poesía que encierran los primeros sufrimientos del corazón y saboreaba su tormento encontrando un placer desconocido en abultarse su magnitud. El amor, en estos casos, produce en el alma el vértigo que experimenta el que divisa el vacío bajo sus plantas desde una altura considerable. Rivas divisó ese vacío de toda esperanza para su alma y la lanzó a estrellarse contra la imposibilidad de ser amado.

Estas sensaciones le hicieron olvidar la cita que Rafael le había dado para el día siguiente, y sólo pensó en ella cuando su amigo le dijo al salir de clase:

-No olvides que debes venir esta noche a casa.

-¿A dónde vas a llevarme? -preguntó él.

-No faltes y lo verás; quiero ensayar una curación.

-¿Con quién?

-Contigo; te veo con síntomas muy alarmantes.

-Creo que es inútil -dijo Martín con tristeza, estrechando la mano de San Luis, que se despedía.

Este nada contestó, y a dos pasos de Rivas dio un suspiro que desmentía el contento con que acababa de hablar para infundir alegres esperanzas a su amigo.

12

A las ocho de la noche entró Martín en una casa vieja de la calle de la Ceniza, que ocupaba San Luis.

Este salió a recibirle y le hizo entrar en una pieza que llamó la atención de Rivas por la elegancia con que estaba amueblada.

-Aquí tienes mi nido -díjole Rafael, ofreciéndole una poltrona de tafilete verde.

-Al pasar por esta calle -dijo Rivas- no se sospecharía la existencia de un cuarto tan lujosamente amueblado como éste.

-Los recuerdos de mejores tiempos es lo que ves en torno tuyo -contestó Rafael-. Entre muchas cosas que he perdido -añadió con acento triste-, me queda aún el gusto por el bienestar y he conservado estos muebles… Pero hablemos de otra cosa, porque quiero que estés alegre, para estarlo yo también. ¿Sabes a dónde voy a llevarte?

-No, por cierto.

-Pues voy a decírtelo, mientras me afeito.

Rafael sacó un estuche, preparó espuma de jabón y se sentó delante de un espejo redondo, susceptible de bajar y subir. Hecho esto empezó la operación, hablando según ella se lo permitía.

-Te diré, pues, que te voy a presentar en un casa en donde hay niñas y que vas a asistir a lo que en términos técnicos se llama un picholeo. Si conoces la significación de esta palabra, inferirás que no es al seno de la aristocracia de Santiago a donde vas a penetrar. Las personas que te recibirán pertenecen a las que otra palabra social chilena llama gente de medio pelo.

Y las niñas, ¿qué tales son? -preguntó Rivas para llenar una pausa que hizo Rafael.

-Ya te lo diré; pero vamos por partes. La familia se compone de una viuda, un varón y dos hijas. Daremos primero el paso al bello sexo por orden de fechas. La viuda se llama doña Bernarda Cordero de Molina. Tiene cincuenta años mal contados y se diferencia de muchas mujeres por su afición inmoderada al juego, en lo que también se parece a ciertas otras. Las hijas se llaman Adelaida y Edelmira. La primera debe su nombre a su padrino, y la segunda. a su madre, que la llevaba en el seno cuando vio representar "Otelo" y quiso darle un nombre que le recordase las impresiones de una noche de teatro. Ya la oirás hablar de esos recuerdos artísticos. Adelaida cultiva en su pecho una ambición digna de una aventurera de drama: quiere casarse con un caballero. Para la gente de medio pelo, que no conocen nuestros salones, un caballero o, como ellas dicen, un hijo de familia, es el tipo de la perfección, porque juzgan al monje por el hábito. La segunda hermana, Edelmira, es una niña suave y romántica como una heroína de algunas novelas de las que ha leído en folletines de periódicos que le presta un tendero aficionado a las letras. Las dos hermanas se parecen un poco: ambas tienen pelo castaño, tez blanca, ojos pardos y bonitos dientes; pero la expresión de cada una de ellas revela los tesoros de ambición que guarda el pecho de Adelaida y los que atesora el de Edelmira, de amor y de desinterés. El corazón de ésta es, como ha dicho Balzac de una de sus heroínas, una esponja a la que haría dilatarse la menor gota de sentimiento.

"Nos queda el varón, que tiene veintiséis años de edad y ni un adarme de juicio en el cerebro. Es el tipo de lo que todos conocen con el nombre de siútico, y para aditamento le regalaron en la pila el de Amador. Lleva el bigote y la perilla correspondientes a su empleo y dice vida mía cuando canta en guitarra. Es un curioso objeto de estudio; ya lo verás.

"Ahora, decirte cómo vive esta familia, sin más apoyo que un mozo calavera, es lo que sólo puede hacerse por conjeturas. Don Damián Molina, marido de doña Bernarda, pretendía ser de buena familia, como lo verás por los recuerdos de la señora. Vivió pobre casi toda su vida y dejó, según me han contado, un pequeño capitalito de ocho mil pesos, con el cual la familia se ha librado de la miseria. El primogénito, después de derrochar su haber paterno, vive a expensas de la madre y costea con los naipes sus menudos gastos. En tiempos de elecciones es un activo patriota si la oposición le paga mejor que el Gobierno, y conservador neto si éste gratifica su actividad; a veces lleva su filosofía hasta servir a los dos partidos a un tiempo, porque, como él dice, todos son compatriotas.

"Con dos chicas bonitas era imposible que el amor no buscase allí un techo hospitalario, y así lo ha hecho.

-Pero apenas lo creerás cuando te nombre el amartelado galán de Adelaida.

-¿Quién es? -preguntó Martín.

-El elegante hijo de tu protector.

-¡Agustín!

-El mismo. Poco tiempo después de llegar de Europa, le llevó allí un amigo suyo. Al principio creyó enamorar a Adelaida con su traje y sus galicismos, y fue tomando serias proporciones su afición a la chica a medida que encontró más enérgica resistencia que la que esperaba.

"Si la muchacha le hubiese amado, creo que él no habría tenido escrúpulos de perderla y abandonarla: mas con la resistencia, su capricho va tomando el colorido de una verdadera pasión.

-Y la otra, ¿a quién quiere?

-Ahora a nadie, a pesar de los rendidos suspiros de un oficial de policía que le ofrece seriamente su mano. Edelmira ha soñado, tal vez, algo más poético en armonía con los héroes de folletín, porque desdeña los homenajes de este hijo menor de Marte que se desespera dentro de un uniforme como si se tratase de una perpetua postergación en su carrera.

Al decir estas palabras, Rafael había concluido de vestirse y daba la última mano a su peinado. En ese momento, y como había dejado de hablar, fijó la vista Rivas en un retrato de daguerrotipo que había colocado sobre una mesa de escritorio.

-¡Hombre -dijo-, esta cara la he visto en alguna parte!

-¿Sí? Quién sabe -contestó San Luis, alejando la luz-. ¿Quieres que nos vayamos? -añadió, apagando una de las velas y tomando la otra como para salir.

-Vamos -respondió Martín, saliendo junto con su amigo.

Dirigiéronse de casa de San Luis a una casa de la calle del Colegio, cuya puerta de calle estaba cerrada, como se acostumbra entre ciertas gente en sus festividades privadas.

Rafael dio fuertes golpes a la puerta, hasta que una criada vino a abrirla.

Dar una idea de aquella criada, tipo de la sirviente de casa pobre, con su traje sucio y raído y su fuerte olor a cocina, sería martirizar la atención del lector. Hay figuras que la pluma se resiste a pintar, prefiriendo dejar su producción al pincel de algún artista: allí está en prueba el "Niño Mendigo", de Murillo, cuya descripción no tendría nada de pintoresco ni agradable.

-Estamos en pleno picholeo -dijo Rafael a Rivas, deteniéndose delante de una ventana que daba al estrecho patio a que acababan de entrar.

-Veo -contestó Martín- muchas más personas que las que me has descrito.

-Esas son las amigas y las amigas de éstas, convidadas a la tertulia. Mira: allí tienes a la ambiciosa Adelaida. ¿Qué tal te parece'?

-Muy bonita- pero hay algo duro en su ceño que revela un carácter calculador y que rechaza toda confianza. Este juicio es tal vez un resultado de la descripción que me has hecho de ella.

-No, no: todo eso retrata la fisonomía de Adelaida, tienes razón, pero a los ojos del vulgo esa dureza de expresión es majestad. Tu Conocido Agustín Encina dice que se le figura una reina disfrazada. Mira, no obstante, lo que se parece con su hermana, ¡qué inmensa diferencia hay entre ella y Edelmira, que está allí cerca! ¡Quítale un poco de esa languidez que el romanticismo da a sus ojos y tendrás una criatura adorable!

-Tienes razón -contestó Rivas-; la encuentro más bonita que la hermana.

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